1. Introducción

Autorretrato. Foto: Martín Chambi, 1923.

El interés en investigar en los archivos fotográficos del Cusco y la idea de hacer la exposición “El Cusco de Martín Chambi” nació de la repentina sensación de anacronismo que experimentaba cada vez que iba al Cusco y me topaba con los fotógrafos callejeros de la Plaza San Francisco. Estos se pueden ver siempre en lo alto de la plaza al lado de la iglesia. Como centinelas de una época antigua, anuncian su oficio con los imponentes trípodes de madera cubiertos por una tela negra en uso cuando la fotografía llegó a los Andes a fines del siglo XIX. Finalmente, un día me acerqué y le pedí a don Bernardo, una figura icónica en el Cusco, si podía tomarnos una foto a mi marido y a mí. Don Bernardo, quien había trabajado allí durante más de 50 años, alzó la tela negra y de una caja de madera sacó una pequeña cámara digital. Nos condujo cuesta abajo y nos pidió que posáramos sobre un murito con la imponente iglesia de fondo. Después de tomarnos la foto, nos pidió que esperáramos un momento, cogió su bastón y se alejó. Al rato regresó con una impresión de la foto digital por la cual nos cobró 10 soles ($3 USD). Poco después, me topé con el impresionante catálogo Martín Chambi. Fotografías, 1920-1950 en una librería del centro del Cusco. El contraste entre la calidad de la fotografía que don Bernardo nos había tomado y las fotos de Chambi, fotógrafo mundialmente conocido, no podía haber sido más impactante, ni ilustrado mejor las razones por las cuales los fotógrafos callejeros de la Plaza San Francisco todavía se remiten a los albores de la fotografía para atraer clientes. Esta experiencia me llevó a investigar la historia de la fotografía andina y, poco a poco, llegué a conocer muchos de los archivos fotográficos del Cusco, así como los individuos y familias que los valoran y los conservan. Del archivo a las calles: el Cusco de Martín Chambi es una reflexión sobre estas experiencias y sobre mi creciente convicción de que debemos honrar el gesto de los fotógrafos callejeros como don Bernardo que, aunque sólo tienen acceso a cámaras digitales baratas, evocan la grandeza de una era en que la fotografía recién había llegado a los Andes, y el “negativo”, en vez de estar compuesto de millones y millones de pixeles, era una placa de vidrio.

Bernardo Quispe Tintaya. Foto: Diego Nishiyama, 2014.

Gracias a la bienvenida de las familias y a mis experiencias en muchos de los archivos del Cusco, me di cuenta muy pronto de la importancia de mantener un equilibrio entre el acceso al archivo y su preservación; es decir, entre protegerlo —de los elementos, del deterioro o del robo— y permitirle alcanzar su pleno potencial. Este potencial, a mi juicio, se produce cuando un archivo se encuentra en un lugar seguro y permanece bien conservado y, a la vez, está abierto al público y en diálogo con el presente. Lo anterior es especialmente importante para los archivos del Cusco que resguardan y documentan la transición de esta gran ciudad andina desde fines del siglo XIX hasta mediados del XX, y donde  algunos de sus ciudadanos, ya muy mayores, todavía pueden recordar e identificar a muchos de los personajes, temas y eventos que aparecen en las fotos. Estas personas todavía nos pueden ayudar a preservar la memoria (o las memorias) del paso del tiempo y el inevitable olvido que este trae consigo; con el fallecimiento de ellas, esa memoria se perderá irremediablemente. Por eso, la urgencia de proteger y preservar los archivos fotográficos —en el Cusco y en otras partes del mundo— debe equilibrarse con la necesidad de interpelar al público, entablar un diálogo con el presente y, así, contribuir al bien cultural común. A través de exposiciones de las fotos que están en estos archivos, el público aún puede contribuir a recuperar y reconstruir la memoria que permanece inscrita en ellas. Esto es justamente lo que quisimos hacer con la exposición “El Cusco de Martín Chambi”.

Lamentablemente, muchos archivos en el Cusco y en los Andes se encuentran en situaciones precarias o, peor aún, simplemente no existen porque no se han llegado a constituir como archivos. A Miguel Chani (1860-1951), por ejemplo, se le atribuye haber fundado la conocida “Escuela de Fotografía del Cusco,” y, sin embargo, no existe un archivo de Chani. Este gran fotógrafo indígena, uno de los primeros fotógrafos profesionales, estableció varios estudios exitosos en el sur andino a finales del siglo XIX y principios del XX. Pero, como sucedía a menudo en aquella época, cuando perdió su fortuna en 1920, su estudio en la calle Márquez del Cusco fue adquirido por otros dos fotógrafos conocidos internacionalmente: primero, Juan Manuel Figueroa Aznar, y más tarde, Martín Chambi. Estos probablemente absorbieron algunas de las fotografías de Chani, mientras otras terminaron en colecciones privadas o simplemente se perdieron. Junto con otros grandes fotógrafos como José Gabriel González y los hermanos Cabrera (Filiberto y Crisanto Cabrera), que trabajaban en el Cusco a principios y mediados del siglo XX, Chani comenzó a documentar la profunda transformación que experimentó la ciudad con la llegada del primer ferrocarril en 1908, y después los tranvías y la electricidad en 1914. En otras palabras, fue uno de los primeros fotógrafos que registró el advenimiento de la modernización y los sueños de prosperidad general que esta traía consigo. La designación “Escuela de fotografía del Cusco”, que se le atribuye, señala la efervescencia cultural y social del momento, así como el gran archivo visual que Chani y los primeros fotógrafos profesionales del sur andino del Perú y, en particular del Cusco, ayudaron a establecer. No es de sorprender, entonces, que  los fotógrafos callejeros evoquen esta tradición.

Al igual que con la obra de Chani, desafortunadamente, hasta hace poco, muchas de las fotografías de placas de vidrio de finales del siglo XIX y principios del XX que hoy en día se consideran una documentación inestimable de una ciudad que se convirtió en la capital arqueológica de América Latina, se vendían por una miseria en el mercado dominical del Cusco. En realidad, la valoración de la antigua fotografía sólo se produjo después de que Martín Chambi ganara reconocimiento mundial en 1970. Lamentablemente, ya para ese entonces, muchas colecciones fotográficas de la ciudad habían sido simplemente desechadas, estaban dispersas o no se preservaban en ningún archivo. Sin darse por vencidos, algunos coleccionistas continúan buscando en la basura en las calles o siguen yendo a los mercados en busca de colecciones fotográficas tratadas con desdén y desechadas. Juan Mendoza, ingeniero jubilado e hijo de un fotógrafo del Cusco, contemporáneo de Chambi, recientemente encontró cinco fabulosas fotografías tempranas en el famoso “Mercado de Ladrones” de Lima, adonde él va semanalmente en busca de los “tesoros” que otros descartan como basura.

Los archivos pueden convertirse en presencias fantasmales si existen en medio del bullicio cotidiano de una ciudad, pero permanecen aislados y solo accesibles a unos cuantos académicos y cognoscenti.

De hecho, pocos archivos han sobrevivido a las muchas fuerzas destructoras que están en juego en el Perú. Como he señalado, la falta de comprensión del valor de una colección suele conducir a la disolución de un archivo. Pero, contrariamente a lo que se espera, la sobrevaloración de un archivo tiene un efecto similar. En el país, una vez que se comprendió el valor de la fotografía antigua, las colecciones se convirtieron en tesoros y la gente comenzó a pelearse por ellas. A partir de entonces, muchas colecciones fueron destrozadas como resultado de conflictos familiares, mientras otras fueron escondidas para protegerlas. En ese sentido, muchos archivos sólo existen como archivos potenciales; es decir, como colecciones de las cuales sabemos pero que no conocemos. El archivo de Eulogio Nishiyama es un excelente ejemplo de ello. Famoso fotógrafo peruano-japonés, Nishiyama fue camarógrafo y director de fotografía y, junto con Luis Figueroa, codirigió Kukuli (1961), la primera película en quechua. Al morir en 1996, Nishiyama no dejó un testamento, y la propiedad de las 80 mil fotografías de su archivo ha sido disputada por su  familia desde su muerte. Carlos, el hijo de Nishiyama, tiene parte de la colección en el Cusco, y ha hecho lo posible por promover el trabajo de su padre, organizando exposiciones y publicando varios catálogos sobre su trabajo. Sin embargo, otros hermanos poseen  distintas partes de la colección, y no se sabe en qué estado están las fotografías, si es que se conservan. El propio Carlos Nishiyama vive en un humilde sótano al lado de una ladera empinada en la calle Choquechaca, en el Cusco, lo que contribuye a la precariedad en la que se encuentra su colección. Cuando lo visité, me pregunté qué pasaría con las fotografías que guardaba en la eventualidad de una tormenta, ya que una inundación había destruido gran parte de la colección de fotos de don Bernardo, fotos que él había coleccionado durante sus más de 50 años de labor y que no fueron recogidas por sus clientes. Lo único que le quedó de esta gran colección de fotografía popular fue un par de cajas de zapatos llenas de fotografías dañadas.

La desconfianza en el gobierno también juega un papel importante en la dispersión de los archivos andinos. Me sorprendió ver una parte de la colección de placas de vidrio de Juan Manuel Figueroa Aznar, de principios del siglo XX, en el fondo de un baúl en el humilde apartamento de su hijo. Figueroa Aznar, un artista que se abrió camino en la cerrada élite del Cusco, comenzó a trabajar, como muchos otros, en Arequipa, en el renombrado estudio de Max T. Vargas, entre 1903 y 1904, y después, con los hermanos Vargas. Se hizo conocido por sus foto-óleos o fotografías iluminadas que eran altamente artísticas y luego —dejando atrás esta técnica de photoshop artístico avant la lettre— se convirtió en uno de los mejores fotógrafos de la ciudad. Sus fotografías más conocidas son una serie de fotos escenificadas que cuentan una historia humorística, y presentan al fotógrafo como actor. En una de ellas, aparece una amante despechada, y en otra, un dandy que seduce con éxito a una monja con consecuencias visibles nueve meses después. Figueroa Aznar tomó también la fotografía que se puede ver a continuación, de su esposa, Ubaldina Yábar, la madre de Luis Figueroa, en una de las grandes haciendas de su familia en el pueblo de Paucartambo. En ella retrata a su distinguida esposa vestida con todas sus galas y montada a caballo en el patio de su casa, como si estuviera de camino a la misa dominical o a una importante reunión social. Mientras tanto, dos figuras muy humildes, cuya presencia en la escena sirve solo para destacar a la señora de Figueroa Aznar, observan la escena desde el balcón.

Ubaldina Yábar a caballo en la hacienda Paucartambo. Foto: Juan Manuel Figueroa Aznar, 1908.

Como intelectual y político, Figueroa Aznar también formó parte de Las Calaveras, un grupo de bromistas de la élite de Cusco que hacía protestas y declaraciones sociales de manera performativa. Según su hijo, el cineasta Luis Figueroa, Las Calaveras lograron llamar la atención sobre las condiciones insalubres del Cusco un fin de semana en que plantaron pequeñas banderas del Perú en los montoncitos que quedaban después del mercado semanal en toda la Plaza San Francisco, por falta de baños públicos. Con esto buscaba avergonzar al alcalde e instarlo a luchar por  reformas sanitarias en la ciudad.

Luis Figueroa, en su archivo, señalando la famosa fotografía de su padre “Secuencia del bohemio desairado” (1907). Foto: Silvia Spitta, 2010.
Luis Figueroa bailando en la Plaza de Armas del Cusco. Video: Silvia Spitta, 2011.

La increíble colección de placas de vidrio de Figueroa Aznar, afortunadamente, ha sido preservada por el clima seco del Cusco, que actúa como un aire acondicionado natural. Algunas de las placas de vidrio, por fortuna, llegaron también al famoso archivo de la Fototeca Andina, y otras se encuentran en colecciones privadas. Sin embargo, Luis Figueroa valoraba tanto el trabajo de su padre que, por muy frágiles que fueran sus circunstancias, quiso conservar lo que tenía en su poder, en lugar de donarlo a instituciones públicas de las que desconfiaba profundamente. El recelo del hijo era comprensible debido a los siglos de saqueo sistemático de los recursos naturales y los tesoros arqueológicos de la zona por los coleccionistas extranjeros, el gobierno central y el propio Ministerio de Cultura. Por suerte, poco antes de su muerte, Gustavo Buntix organizó una exposición de la obra de Figueroa Aznar en la Bienal de Fotografía de Lima, y en 2012, su sobrina Ximena Figueroa logró crear un archivo después de comprar todas las placas de vidrio, limpiarlas y catalogarlas con la ayuda de la conservacionista mexicana Cecilia Salgado. El archivo de Figueroa Aznar está finalmente seguro en una sala con temperatura controlada, en su casa en Barranco, Lima. En conclusión, muchas colecciones son destruidas por el miedo al robo y la extravagante sobreprotección de sus propietarios, otras desaparecen dadas las precarias condiciones financieras de los dueños y otras muchas se pierden y se dispersan simplemente porque no se comprende su valor, lo cual hace que se vendan por poco o nada, si es que no se tiran a la basura.

Chica con chicles. Foto: Julio Pantoja, 2014.

Los archivos también pueden convertirse en presencias fantasmales si existen en medio del bullicio diario de una ciudad, pero permanecen aislados y solo accesibles a unos cuantos académicos y cognoscenti. El Archivo Martín Chambi es un ejemplo de ello. Afortunadamente, los hijos de Chambi, Víctor y Julia Chambi, y su nieto Teo Allaín, han comprendido su valor y habilitado su plena conservación al crear un archivo que le da la bienvenida a investigadores de todo el mundo. Sin embargo, sólo descubrí la ubicación del archivo gracias al antropólogo francés Jean-Jacques Decoster, que me dio el número de teléfono privado del director. En ese momento, me puse en contacto con Teo Allaín Chambi, nieto del gran fotógrafo y pude finalmente conocerlo. Cuando visité el archivo por primera vez en 2012, este quedaba cerca de la universidad en una casa familiar y no había un solo signo externo que diera cuenta de su existencia. Desde entonces, ha sido trasladado a un apartamento-sótano en un edificio nuevo en el Distrito Empresarial del Cusco, aunque sigue sin una señal que lo anuncie. Cuando le pregunté a Teo sobre esto, me respondió que el manto del anonimato era tan efectivo como el mejor sistema antirrobo. Sin embargo, aunque la estrategia de invisibilidad protege el archivo, debemos tener en cuenta, como dice Jacques Derrida, que no hay archivo “sin un afuera”, y el Cusco, su gente y su memoria de la época en que Martín Chambi fotografió la ciudad y sus habitantes, es sin duda su primer “afuera”. 

Foto: Silvia Spitta, 2014.

Para abrir el archivo a la ciudad, le propuse a Teo que colaboráramos para continuar la digitalización de los negativos de las placas de vidrio que había comenzado Edward Ranney en los años 1970, y que organizáramos una exposición de las fotografías de Chambi en las calles del Cusco. Después de varios viajes de ida y vuelta entre el Cusco y New Hampshire en Estados Unidos, acordamos que crearíamos gigantografías de 32 imágenes que Chambi había tomado en las calles del Cusco en la primera mitad del siglo XX. La exposición “El Cusco de Martín Chambi” se montó en las calles de la ciudad entre septiembre y octubre de 2014. Casi cien años después de que Chambi tomara aquellas fotos, logramos exhibirlas en las calles de la ciudad que él tanto había amado, fotografiado y dado a conocer por el mundo.  De este modo, pudimos también brindarle a la ciudad de hoy un espejo de lo que había sido en el pasado. Cuando desmontamos la exposición, a mediados de octubre de 2014, Teo dictaminó apodícticamente: “Rompió el ojo”. De esta manera concluyó que la exposición les había revelado el Cusco a sus propios habitantes, obligándolos a ver la ciudad con nuevos ojos. [Véase la sección 5, “Fuera de los archivos y en las calles”]. 

El Archivo Fotográfico de Martín Chambi y Dartmouth College presentan “El Cusco de Martín Chambi”. Video: Adaland Productions, n/d.

Endnotes

    Works Cited