
Reversing the Gaze. Photo: Silvia Spitta, 2012.
Me topé con este grafiti en el Cusco hace unos años, cuando me dirigía al famoso archivo fotográfico del Centro Bartolomé de las Casas, una ONG dedicada a la educación y defensa de las comunidades indígenas. Invirtiendo la jerarquía visual establecida por los casi tres millones de turistas que llegan al Cusco anualmente y fotografían la ciudad hasta la saciedad, la imagen muestra a una mujer indígena tomándole una foto a un joven que podría ser un turista. En ella, el joven es el objeto, lo exótico, lo excéntrico, lo que está fuera de lugar, mientras la mujer celebra la agencia indígena y el papel de la fotografía en la creación de un espacio para la autorrepresentación.
La mujer viste, además, ropa tradicional, pero también, jeans y zapatillas Adidas. Me pregunté si la ubicación del grafiti cerca a la Fototeca era accidental o si había sido colocado allí precisamente para interpelar a jóvenes como el de la imagen, quizá un turista, quizá uno de los muchos investigadores de la ONG. Con una buena dosis de humor andino, el grafiti muestra también a un picaflor que silba un famoso huayno “Quisiera ser picaflor/para chuparte la miel/del capullo de tu boca”. Esta canción inscribe el deseo de la joven por el muchacho, sirviendo de índice de las muchas interacciones que ocurren diariamente en el Cusco entre los habitantes y los que visitan la ciudad.

Me topé con este grafiti después de haber pasado la mañana revisando cientos de fotografías en la Fototeca Andina, uno de los archivos más importantes del Perú. La Fototeca fue fundada por Deborah Poole y Adelma Benavente, a fines de los años 80, y preserva actualmente más de 30.000 fotografías en placas de vidrio, tomadas por 45 fotógrafos que trabajaron en el sur andino, entre 1850 y 1960. Este archivo, el primero que visité en el Cusco, está ubicado en la ONG Centro Bartolomé de las Casas, nombrado en honor al obispo español de Chiapas, uno de los primeros en criticar las atrocidades cometidas por los españoles contra los pueblos indígenas, razón por la cual fue oficialmente nombrado “Procurador o Protector universal de todos los indios”. La ONG, fundada por antropólogos europeos en 1988, ha creado importantes programas sociales de educación y comunicación con las comunidades campesinas del Cusco. En ella, hay también una Casa Campesina donde pueden hospedarse los miembros de comunidades rurales remotas que buscan servicios médicos o legales en la ciudad, así como también una reconocida editorial que difunde el trabajo académico que el Centro Bartolomé de las Casas realiza en los Andes.
La mirada es más suave, el punto de vista mucho más familiar. La cámara nos acerca a los habitantes andinos, y al hacerlo, las fotografías muestran un mundo que los fotógrafos occidentales no conocían.
La inversión de la jerarquía visual dominante en el Cusco en el graffiti representa la razón por la cual las colecciones de la Fototeca son tan importantes y se consideran un patrimonio de valor inestimable del mundo andino. Estas contrarrestan el campo visual creado por una imperativa imperial, e implícitamente critican la violencia producida por la fotografía occidental. En efecto, las primeras cámaras que llegaron al Cusco fueron usadas por ingenieros que trabajaban para empresas mineras extranjeras, así como también por arqueólogos estadounidenses y europeos que esperaban descubrir importantes ruinas prehispánicas. La tendencia imperial y científica de la temprana fotografía, que se instauró a fines del siglo XIX, empezaría a cambiar paulatinamente con la invención y venta de cámaras Kodak cada vez más pequeñas, a mediados del XX. Poco a poco, el acceso a estas cámaras democratizó el medio y transformó la fotografía volviéndola inseparable de la representación y la celebración de la vida familiar, sobre todo, entre las clases medias y altas del Cusco. Esta primera democratización conllevó una descolonización del campo visual en la obra de algunos de los fotógrafos, particularmente si estos, además de excelentes profesionales, eran también indígenas, como era el caso de Martín Chambi. Muchas de las fotografías del archivo de la Fototeca muestran a los miembros de la élite del Cusco, quienes podían darse el lujo de ser fotografiados en los estudios de la ciudad. Pero lo que se destaca en este archivo es que muchas de las fotografías fueron tomadas por fotógrafos locales, algunos indígenas, que también fotografiaron otros aspectos de su mundo. En realidad, juntas, y vistas como una colección, ellas proporcionan un registro impresionante sobre muchos de los aspectos más importantes de la vida en el sur de los Andes peruanos durante un período de profunda transformación, cuando la electricidad, los coches, los aviones —y, con ellos, los arqueólogos, los inmigrantes y el turismo de masas— comenzaron a llegar a la ciudad.
Mientras que la fotografía occidental surgió distorsionada por el complejo colonial en el que operaba, y tendía a inscribir el diferencial de poder que existía entre el fotógrafo y su sujeto, acabando invariablemente por reinscribir la colonialidad, las fotografías en los archivos andinos logran un punto de vista mucho más cercano al sujeto y, por ende, más horizontal. En vez de subrayar la pobreza o la inferioridad o enfatizar la abyección de la miseria del sujeto, la mirada es más suave y el punto de vista mucho más familiar. La cámara nos acerca a los habitantes andinos, y al hacerlo, nos muestra un mundo velado a la mirada occidental. Y es que estos últimos tenían un campo visual restringido: no conocían el mundo indígena o simplemente no lo veían, porque lo que veían acababa filtrado por la óptica colonial. En contraste, y más allá de las formas tradicionales de la fotografía social y de estudio (centradas en eventos familiares típicos, como compromisos de matrimonio, bodas, entierros y celebraciones religiosas), las fotografías del mundo andino también resaltan el impacto de la modernización y la fascinación que había por los acontecimientos extraordinarios de la época, como la inauguración de la primera línea ferroviaria y las llegadas del coche, la motocicleta o el avión al Cusco. Sin embargo, estas tampoco celebran estos cambios completamente ya que expresan cierto recelo y hasta desdén hacia ellos. Incluso, hay fotografías que documentan fracasos similares a los del Titanic, accidente que derivó de la creencia ciega en la invencibilidad de las invenciones modernas. Así, por ejemplo, en una foto, vemos a espectadores maravillados mirando un tren descarrilado como si estuvieran viendo un fantástico carnaval, mientras que otras fotografías nos muestran cómicas escenificaciones que juegan con los símbolos de la modernización, por ejemplo, cuando muestran escenas de accidentes automovilísticos simulados. Otras imágenes impresionantes capturan el devastador terremoto que destruyó gran parte del Cusco en 1950, mientras sucedía; estas luego servirían a los arquitectos de guía para reconstruir la ciudad y, por lo tanto, constituyen un importante documento de la época.
La Fototeca, conocida mundialmente por su archivo, está abierta a investigadores y visitantes. Sin embargo, socavando esta apertura, la situación jurídica de muchas de las fotografías en el archivo es incierta, lo que limita lo que puede hacerse con los materiales, incluida su publicación. Muchas familias donaron sus fotografías, pero no liberaron los derechos de autor, mientras otras, como los Nishiyama, están involucradas en batallas legales inútiles. Asimismo, el personal de la Fototeca suele estar capacitado en comunicación y divulgación para el campesinado, y no en archivística o fotografía. Por lo tanto, como sucede a menudo con los archivos en otras partes, tiende a ver el archivo como un “tesoro” que necesita ser protegido a toda costa, limitando el acceso del público y de los investigadores. Debido a esta situación, el/a investigador/a, al tratar de trabajar con el archivo, siente que surge un impedimento tras otro. Esta clase de sobreprotección va en contra de la razón de ser de los archivos, que al fin y al cabo están allí para servir al bien común, iluminar el presente, y guardar un registro del pasado para las futuras generaciones. Es un frágil equilibrio, entonces, el que se tiene que mantener entre la protección de los archivos y el acceso a ellos. El término “mal de archivo” de Derrida habla de cómo la actividad creativa y acumulativa de los archivos está siempre, inevitablemente, amenazada por fuerzas destructivas. Una de esas fuerzas, por supuesto, es la sobreprotección, cuando se convierte en un fin en sí mismo: gracias a ella, el archivo puede estar a salvo, pero no llega a convertirse en patrimonio público común. Mi incursión en la Fototeca, que describiré más detalladamente a continuación, me enseñó lo anterior, y también que los archivos corren el peligro de convertirse en meros espacios de almacenamiento, si no dialogan con la comunidad donde se encuentran y, especialmente –como en el caso de los archivos del Cusco–, con el lugar del cual surgen.
Mientras trabajaba en la Fototeca Andina, me sentía con frecuencia abrumada al ver cientos de fotografías de ruinas, personas fallecidas, familias que nunca conocí y que nunca conocería, y eventos de la vida de una ciudad que desconocía y no tenía cómo situar o reconstruir. De hecho, muchos estudiosos a menudo fracasan en aceptar esta situación, y tienden a complementar su frustración ante la incógnita del archivo con esquemas epistemológicos que reducen su alteridad. Así, por ejemplo, en un estudio tras otro, los pueblos indígenas emergen ya sea silenciados o asociados, como veremos en las próximas secciones, con las ruinas y el pasado. Es decir, como una cultura muda, una ruina congelada en el tiempo: una cultura muerta. Como muchos otros, yo también me sentí epistemológicamente a la deriva y existencialmente sola, en medio de lo que comencé a percibir como una inmensa intrusión del pasado en mi vida. Recordando con frecuencia la asociación que hace Barthes de la fotografía con la muerte, intenté mantener a raya a los fantasmas que habitan el archivo, emitiendo juicios estéticos sobre las fotografías, o simplemente dejándome asombrar ante la maestría de los fotógrafos y la belleza de las imágenes. Sin embargo, más allá de estos juicios reductivos, que circunscriben el archivo al ámbito estético, el archivo permaneció indescifrable. Sabía demasiado poco para comprenderlo verdaderamente y era difícil obtener información de las imágenes mismas. Muchas veces, salí de allí con la extraña sensación de que había pasado el día entre fantasmas.
Deborah Poole, co-fundadora de la Fototeca, escribió uno de los primeros libros sobre la Escuela de Fotografía del Cusco: Vision, Race, and Modernity: A Visual Economy of the Andean Image World (1997). En esta reflexión fundamental del archivo, Poole recorre el desarrollo, la transformación y los usos de la fotografía desde su llegada a los Andes. Su sobresaliente análisis histórico y semiótico sobre las formas en que la fotografía registró la modernidad en el Cusco termina, sin embargo, con una reflexión sobre los límites de la fotografía y la imposibilidad de reconstruir el contexto histórico y las circunstancias de las fotografías, una vez que la memoria de una foto se ha perdido. Poole concluye de manera paradójica y expresa la incertidumbre que siente sobre su incapacidad de responder a las preguntas sobre la identidad y la modernidad que habían impulsado su estudio. “Como antropóloga (…) dudo de mi capacidad de responder a estas preguntas sobre las modernidades, los sujetos, las resistencias y las identidades cusqueñas con sólo mirar las fotografías” [“As an anthropologist (…) I am skeptical about my ability to answer these questions concerning Cusqueños’ modernities, selves, resistances, and identities by simply looking at pictures.”]. Aún más, continúa: “Incluso después de mi incursión en el archivo histórico, conservo una inquietud residual sobre hablar en nombre de estos sujetos andinos mudos” (213, énfasis mío). [Even after my excursion into the historical archive, I retain a residual unease about speaking for these mute Andean subjects” (213, emphasis mine)].
La antropóloga Antuca Vega Centeno, quien trabajó en la Fototeca durante muchos años, inadvertidamente superó la limitación de la que se quejaba Poole, al idear estrategias para obtener información sobre las imágenes y revivirlas o reanimarlas, al hacerlas “hablar”. Como voluntaria en el archivo, Antuca pudo aproximar las fechas de muchas de las fotografías combinando su formación como antropóloga, su conocimiento como miembro de la élite del Cusco y su interés por la historia de la moda. Día tras día, yo gozaba hablando con ella; ella fue la que “animó” las imágenes para mí, la que me enseñó la importancia y la urgencia de crear vías de comunicación y diálogo entre el archivo y el Cusco. Como era bastante mayor, había conocido a algunas de las personas que estaban en las fotografías, y podía colocar las imágenes en contextos personales, culturales e históricos desconocidos para mí, y a los que yo nunca habría tenido acceso. Según me contó, Antuca a veces se llevaba las fotografías a casa para mostrárselas a sus amigos en busca de información sobre los sujetos fotografiados. Recuerdo vívidamente una anécdota sobre una fotografía donde aparecía una amiga suya posando casi desnuda en un estudio. Cuando Antuca le mostró la foto a la amiga, ésta negó contundentemente que la mujer en la foto fuera ella.
Antuca también clasificó a muchas personas en las fotografías con un término que con frecuencia no entendía y me desconcertaba: “disfrazados”. Ella les ponía esa etiqueta casi invariablemente a las fotografías de cusqueños vestidos con ropa indígena. El que estuvieran “disfrazados” era claro para mí cuando las personas retratadas estaban en un carnaval o en una representación teatral, pero no en otras ocasiones. Entendí entonces que, para Antuca, los cusqueños eran modernos y usaban ropa occidental: ser cusqueño era ser moderno. En otras ocasiones, la ropa indígena en el Cusco constituía un performance estratégico de indigeneidad y reivindicación del linaje inca que tenía raíces en la era colonial, dado que, durante aquella época, las élites tenían que demostrar que eran parte de la nobleza inca para evitar los impuestos que se recaudaban entre las clases bajas. A causa del establecimiento de esta casta incaica colonial, no era de extrañar que a principios del siglo XX, se pusiera de moda entre las élites del Cusco —e incluso entre los inmigrantes italianos, españoles, alemanes o ingleses— disfrazarse de indígena y posar en el estudio de Chambi. La etiqueta “disfrazados” de Antuca Vega Centeno hace referencia a esta tradición y apunta a la indigeneidad performativa que surgió en ese periodo.
Es decir, es necesario establecer caminos y posibilidades para crear un diálogo a través del tiempo entre el archivo y la comunidad donde este vive.
La inestimable ayuda de Antuca y el hecho de que trataba de recuperar y reconstruir la memoria de las fotos antes de que se perdiera, incluso arriesgándose a romper las reglas de la Fototeca al sacar algunas fotografías del archivo, me convenció más que nunca de la importancia y la urgencia de involucrar a la comunidad en la reconstrucción de los contextos y la historia de las fotografías. Es decir, era necesario establecer vías y posibilidades de diálogo a través del tiempo entre el archivo y la comunidad en donde este había surgido. Es urgente grabar historias y, en el caso de los archivos del Cusco, asociar una historia, un tiempo y un contexto a las imágenes, antes de que la historia y la memoria se pierdan irremediablemente con el fallecimiento de la generación contemporánea a las fotografías. Dado que muchos de los archivos del Cusco contienen imágenes de personas que aún no han fallecido, y que podían ser reconocidas por sus descendientes, me di cuenta de que estas debían ser “animadas”, para que no quedaran reducidas a espacios habitados por fantasmas o meros sujetos mudos. Los archivos, entonces, sólo alcanzan su máximo potencial cuando se les permite cobrar vida en el presente.
Los proyectos de “archivos vivos”, en todo el mundo, han contrarrestado la tendencia de los archivos a ser celosamente protegidos y a cerrarse a las comunidades donde surgieron. Por lo tanto, se han ideado varias estrategias creativas para sacarlos a las calles. En Uruguay, el Centro de Fotografía, establecido en 2002, bajo la brillante dirección de Daniel Sosa, creó tres espacios de exposición en sus instalaciones, así como galerías de fotos gratuitas al aire libre en toda la ciudad (en el centro Parque Rodó, en Ciudad Vieja, Villa Dolores y Peñarol), de modo que el visitante de la ciudad pueda toparse accidentalmente con numerosas exposiciones urbanas e irse de Montevideo con el recuerdo de haber estado en una ciudad de imágenes. De hecho, la misión del Centro de Fotografía es movilizar las imágenes históricas de Montevideo que tiene en su posesión, además de aquellas que documentan el presente, con el fin de crear un sentido de ciudadanía y pertenencia en la ciudad “a partir de la promoción de una iconósfera cercana” (http://cdf.montevideo.gub.uy/content/quienes-somos). El archivo, entonces, tiene como objetivo intervenir estratégicamente en un paisaje ya saturado de imágenes y fomentar una postura crítica hacia estas con el fin de ayudar a los ciudadanos a construir su propio mundo visual.
Otro ejemplo de una exitosa intervención en el archivo es el de Susan Meiselas, quien documentó la revolución sandinista cuando, como joven fotógrafa, quedó atrapada en medio del conflicto. El libro Nicaragua, June 1978 to July 1979 (1981) es un relato de esta intervención, y su documental Pictures of a Revolution (1992) registra sus experiencias buscando y hablando con algunas de las personas que fotografió durante el conflicto. En 2004, 25 años después de estos hechos, Meiselas regresó una vez más a Nicaragua para exponer algunas de las fotos que había tomado allí a finales de los años 70. De este tercer viaje surge otro de sus trabajos, Reframing History, una exposición en las calles que muestra las fotografías de Meiselas ampliadas y convertidas en enormes carteles semitransparentes, ubicados en los mismos sitios donde ella antes había tomado las fotos. Durante esta muestra, en la cual sus fotografías se mezclaron de manera surrealista con el presente, Meiselas también entrevistó a algunas personas para ver lo que recordaban de la revolución. El video de doce minutos titulado Reframing History (2004), que fue expuesto en el Institute of Contemporary Photography (ICP), en Nueva York, registra el encuentro y el efecto de memoria y reencuadre que producen sus imágenes en los transeúntes. Estas continuas intervenciones de Susan Meiselas en su propio archivo arrojan luz sobre un importante período de la vida de Nicaragua; la naturaleza y el trabajo de la fotografía; el peligro demasiado presente del olvido, y el imperativo de hacer del archivo un archivo vivo.
Otro ejemplo de lo que se puede hacer con un archivo fotográfico es el trabajo de Vera Lentz, quien fotografió el conflicto interno entre el ejército peruano y Sendero Luminoso, el movimiento maoísta que asoló al Perú durante dos décadas (1980-2000), y dejó más de 70.000 muertos. Inspirada en Meiselas, Lentz regresó a Ayacucho a principios de la década de 2000, cuando pocos limeños se atrevían a aventurarse fuera de Lima, para mostrarles a las víctimas de la violencia las fotografías que había tomado allí. Su regreso fue documentado por primera vez en el documental State of Fear (dirigido por Pamela Yates) y, más recientemente, en Volver a ver (dirigido por Judith Vélez, 2019). Las obras de Meiselas y Lentz deben situarse dentro de una larga tradición en América Latina donde la fotografía ha habitado un campo complejo permeado de performance y política. Este campo se hizo evidente en la Argentina, con las marchas de las Madres de Plaza de Mayo, quienes sostenían todos los jueves las fotografías de sus hijos desaparecidos; un performance que les ganó la atención mundial y ayudó a deslegitimar a la Junta Militar. Sin embargo, más recientemente, se destaca también Ni Una Más, el movimiento nacional en México que comenzó a protestar contra el feminicidio en la frontera entre Estados Unidos y México y, en particular, en Ciudad Juárez, y que ha se ha valido fotografías de feminicidios y mujeres desaparecidas para denunciar el narcoterror y la necropolítica del estado. También sobresale el movimiento Ni Una Menos, en Argentina, que ahora se ha extendido en todo el continente, y ha movilizado fotografías de víctimas, así como estrategias de arte y de performance, para protestar contra la violencia de género.
Inspirada en estas intervenciones en los archivos, me propuse colaborar con el Archivo Martín Chambi para crear una exposición en toda la ciudad que abriera un diálogo productivo entre el interior y el exterior del archivo y así ayudase a situarlo en el presente. Este archivo registra la vida de una ciudad y una región andina, otrora tradicional, que pasó por un vertiginoso proceso de modernización a partir del fin del siglo XIX, beneficiándose de las mejoras en las comunicaciones que trajo el automóvil, el ferrocarril y el avión, y convirtiéndose en una región atravesada por redes globales de influencia y poder. Dentro de la imagen saturada que surgió de la confluencia entre la modernización y el legado del colonialismo, el archivo de Martín Chambi es insuperable como testamento artístico de ese período de transición, y como motor importante en la representación de una sensibilidad moderna en la ciudad. De hecho, el conocimiento personal e incluso íntimo del Cusco que poseía Chambi, sirve como un importante correctivo a la construcción fotográfica de la cultura indígena andina de la antropología occidental, que la muestra como una cultura atrasada, congelada en el tiempo, petrificada, muda e ignorada por la modernidad. Es decir, como una “ruina”, un universo “inescrutable».